El eco de un café que tal vez fue esa mañana

No sabría decir si pasó.
O si me lo inventé después de la segunda copa,
cuando el hielo ya no tintineaba en el vaso
y el whisky empezaba a contar su propia versión de los hechos.
Hace días me dijo:
"Te voy a invitar a un café… descanso el lunes y martes".
Ahí quedó el mensaje. Pasaron los días,
y volvió a recordarme que lo teníamos pendiente.
El lunes, temprano, me escribió que no se encontraba bien.
"Bueno, no te preocupes", le dije.
Pero el martes llegó otro mensaje:
"Te espero para tomar café".
Eso quería decir que era en su casa.
Los nervios me cogieron en el estómago.
Nada estaba dicho.
Y eso me acercaba más.
Sorpresa: ahí estaba ella.
Vestido ancho, de esos de estar por casa.
No llevaba sujetador.
Se dejaba ver un pecho moreno, a ratos.
Eran las nueve de la mañana.
Me había invitado a un café.
Una escalera oscura.
Una luz tenue.
Muchos nervios buscando una puerta de madera vieja.
Y tras la puerta… ella.
Una mirada pícara
y un olor a cafetera italiana al fondo,
que hablaba de promesas que no se piden
y del rumor de las palabras que no se dijeron.
Estaba allí,
con una camisa que no recuerdo haberme puesto
y un nudo en el estómago que conocía demasiado bien.
Ella —o lo que mi memoria quiere que sea ella—
me miraba como si supiera algo que yo aún no había descubierto.
No era seducción.
Era otra cosa.
Como si el tiempo hubiera decidido detenerse a escucharnos.
No hubo pactos.
Ni futuros.
Ni siquiera nombres.
Hubo un roce accidental.
Una pausa larga.
Una frase que no tuvo respuesta.
Y luego, el silencio.
El que queda cuando no se sabe si fue un sueño
o una herida suave.
El silencio tibio que deja una mañana que pudo haber sido,
pero que no se atreve a confirmarlo.
Septiembre 2025