La sonrisa de la ilegalidad
(Aclaración y reconocimiento)
Cuando escribí "La sonrisa de la ilegalidad" lo hice desde el dolor y desde mis entrañas.
Y en ese desahogo me olvidé de algo importante: dar las gracias y reconocer a quienes sí hicieron su trabajo.
Quiero mencionarlo con claridad: el policía que se presentó en la obra, que impidió que el camión descargara los paneles de sándwich para el techado y que ordenó retirarlos.
Sería muy injusto poner a todos en el mismo saco. Desde *En Voz Baja* pretendo también dar voz y sentido a las personas que cumplen con su deber, aunque eso no siempre se vea.
Entiendo que debe ser duro: ese servidor público, igual que nosotros como vecinos, se sintió engañado.
Claro que siempre están los que "quedan bien" o los que, con un par de cafés, pasan la información o la retienen el tiempo justo para que aquí no pase nada.
Pero precisamente por eso es necesario decirlo: no todo es corrupción ni pasividad. También hay quienes sostienen lo real con su trabajo honesto.
Y a ellos, gracias.
Hace días que no escribía. Me había cogido un respiro para desconectar, para digerir las cosas que cada día nos pone delante la vida.
Pero esta mañana me tocó, otra vez, el papel ingrato de presidente de comunidad.
El escenario: una obra ilegal en marcha, un camión enorme cortando el tráfico sin autorización y cargado con paneles a punto de instalarse sin licencia ni permiso.
Avisamos a la policía. Intervinieron, paralizaron el camión y se marchó con la carga.
Pero el intento no terminó ahí: poco después regresaron con furgonetas pequeñas, descargando el mismo material, como si la ley fuera un simple obstáculo que se sortea cambiando de vehículo.
El objetivo del empresario era evidente: la política de los hechos consumados. Primero coloco, luego ya veremos. Pagar la sanción, buscar una vista gorda, arreglarlo después en los despachos… siempre hay grietas en un sistema engrasado por la costumbre y la corrupción.
Hasta aquí podría parecer una historia rutinaria de infracciones urbanísticas.
Pero lo que más me llamó la atención no fue la trampa en sí.
Lo más inquietante fueron las caras.
Cinco o seis trabajadores, sin casco, sin arneses, sin protección alguna, con radiales encendidas y un dueño paseando con las manos en la espalda.
Todos sonriendo, felices, como si estuvieran ganando una batalla. Como si burlar a la comunidad y al propio ayuntamiento fuera un mérito, un motivo de orgullo.
Y no eran solo ellos. Otros empleados, los pocos que aún no han caído en un ERE, corrían también con cara de triunfo, mofándose de unos vecinos cada día más envejecidos, a quienes el sistema ha ido dejando de lado.
Y ahí está la verdadera denuncia.
¿Cómo es posible que la gente humilde, los trabajadores, encuentren satisfacción en sostener con sus manos la trampa de otros?
¿Cómo puede alguien venderse por un café, un vermut o un plato de lentejas, celebrando lo que en realidad es una ilegalidad que nos degrada a todos?
La sonrisa de esa mañana no era de dignidad, sino de ruina moral.
La alegría de creerse listos porque "hemos colado una" cuando, en realidad, lo que hemos hecho es hundirnos un poco más como sociedad.
Hoy lo he visto claro: el problema no es solo que existan empresarios que intentan saltarse la ley.
El problema es que demasiadas veces les ayudamos, les aplaudimos, incluso nos sentimos parte de su trampa.
El verdadero problema no es la trampa del poderoso, sino nuestra complicidad silenciosa.
💬 Y ahora, pregunto en voz baja:
¿Qué hacemos con esta miseria que se disfraza de picardía?
José Moreno Robledillo
Septiembre 2025