Vall-llobrega: el niño que abría la iglesia

✍️ Nota del autor

En octubre de 1964, con ocho años recién cumplidos, dejamos Huesa y emprendimos el viaje a Cataluña.

Viajamos siete en la aventura. Mi hermano Julián ya nos esperaba allí.

Llegamos con lo puesto, apretados de sueños y cargados de incertidumbre. El destino: un pequeño pueblo del Baix Empordà llamado Vall-llobrega.


La infancia andaluza se me rompió en mitad de la mudanza.

Cataluña era otro idioma, otro clima, otra escuela… y otra forma de vivir el silencio.

Pero no fue tierra hostil. Fue tierra fértil.


Allí aprendí a vivir sin mapa: abría cada día la iglesia de Sant Mateu antes de que saliera el sol, mientras otros niños abrían libros.

Yo abría puertas.

Y en esas puertas —la de la iglesia, la del altar, la de mi conciencia— empezó a entrar una luz distinta.

No era fe. Era otra cosa: respeto, recogimiento, misterio.

Un saber sin palabras.

Un aprendizaje callado que me forjó el alma sin que yo lo supiera.


Vall-llobrega fue la segunda estación de mi vida.

Llegué con ocho años y me fui con catorce, convertido en otra cosa:

en un niño que trabajaba, que pensaba, que preguntaba…

y que aún no sabía cómo ponerle nombre a lo que sentía.

Vall-llobrega: el paisaje donde crecí


Vivíamos en la rectoría, pegada a la iglesia de Sant Mateu.

Una casa grande, de piedra vieja, con techos altos, suelos fríos y un silencio que imponía respeto.

Llevaba años deshabitada.

Olía a humedad, a sacristía cerrada y a madera antigua.

Pero también tenía un huerto precioso, lleno de posibilidades… y de discusiones.

La primera pelea familiar fue por el agua: había que sacarla cubo a cubo del pozo para regar. Y nadie quería ser el último en ir.


Ese huerto fue escuela, castigo, recreo y responsabilidad.

Allí aprendimos lo que era cuidar la tierra sin entenderla del todo.

Allí comenzó nuestra adaptación, regando raíces nuevas con agua prestada.


Cerca estaban los pinos, las viñas, el mar…

Y la torre de la iglesia, que custodiábamos como un deber sagrado.

Una de nuestras primeras responsabilidades fue tocar las campanas:

en misa, en entierros, en bodas, en bautizos.

Fue, sin saberlo, mi primer empleo: campanero.


Allí fui niño, estudiante… y monaguillo.

También trabajé en lo que hiciera falta.

Porque en los pueblos, no se pregunta. Se hace.


La dignidad rural no se aprende en los libros:

se mama con el frío, se calla con la mirada, se honra con el tiempo.

Vall-llobrega: la casa, el huerto y la infancia


Aquí crecí rodeado de paredes que crujían, herramientas heredadas y un silencio que se imponía sin explicarse.

La rectoría, el huerto, las campanas, los días sin agua corriente… todo forma parte de mi memoria.

Pero Vall-llobrega no se quedó solo en mi infancia.

La vida me llevó por otros caminos, pero esa casa y esa tierra quedaron marcadas.

He vuelto muchas veces.

Y en cada regreso, algo se mueve: una mirada distinta, una emoción nueva, una conversación pendiente.


Por eso, en este espacio iré incluyendo artículos relacionados con el pueblo, escritos desde distintos momentos y emociones.

Algunos nacen del recuerdo. Otros, del presente.

Pero todos comparten lo mismo: Vall-llobrega sigue hablándome. Y yo vuelvo para escuchar.


📖 Artículos ya publicados:

Título: Vall-Llobrega, la puerta cerrada

La rectoría no era solo una casa. Era un mundo con eco, un huerto con normas y una puerta que me enseñó a abrir la vida por dentro.