Vall-Llobrega, la promesa de un futuro (1964-1970)

A los ocho años, mis padres nos llevaron a Cataluña en busca de trabajo y un porvenir mejor. En Vall-Llobrega descubrí otro paisaje: la rectoría, las viñas, el mar cercano y también la soledad de la emigración. Allí entendí que cada paso es un comienzo. Que aunque el desarraigo duela, también abre el corazón a lo nuevo

Vall-Llobrega: el niño que abría la iglesia


Regreso del 8 de julio de 2025


Volver a Vall-Llobrega no era solo volver a un lugar:

era regresar a una parte de mí que había quedado en pausa desde los años setenta.

Seis años de mi infancia quedaron guardados allí, entre una rectoría, una iglesia y un almendro.


Volvía con el deseo de oler la tierra, sentir el viento en la cara, y mirar con otros ojos los caminos que un día recorrí con inocencia.

Las paradas del regreso


Caldes de Malavella. Allí me esperaban mi hermano mayor y su esposa Tere. No les había avisado de la hora exacta, pero, como siempre, Tere ya tenía en el fuego un guiso de pollo con setas. Picoteo, helado y una siesta breve, hasta que llegó la hora de encaminarme al objetivo de este viaje.


Palamós. En lo esencial, sigue igual. Aunque echo de menos aquel eslogan de "Como Palamós no hay dos", cuando fue galardonado con el premio nacional de turismo.


Sant Joan. Allí comprobé que mi memoria seguía intacta: la iglesia y la calle de mi tío José Ramón estaban donde siempre. Fue gracias a su amistad con el cura que mis padres pudieron vivir en la rectoría de Vall-Llobrega.


La Fosca. El camping y los pinos siguen, pero ahora rodeados de cientos de viviendas. Ver cómo se deteriora el litoral duele más que cualquier postal.

Vall-Llobrega, 55 años después


Nada cambia… para que todo cambie.

Mi percepción ya no es la misma: no lo siento como un pueblo, al menos no en el sentido profundo que tiene Huesa. Aunque ha multiplicado por nueve su población, aún no tiene alma de comunidad.


Quería volver a la iglesia de Sant Mateu. Estaba cerrada.

Y me vino a la cabeza aquel niño que bajaba corriendo a abrir la puerta para los turistas.

Yo mismo.

La puerta sigue siendo la misma… pero ya no hay nadie que la abra.


El huerto ha desaparecido, sustituido por una rambla peatonal.

El almendro desde el que oteaba la plaza también.

En su lugar hay un local social con terraza y asador, desde donde aún puede verse parte de la rectoría.


Me acerqué al camarero y le dije:

"En esa casa viví yo."

Sonrió y me preguntó si era cura.

Fue, curiosamente, la única sonrisa que recibí en todo el pueblo.

Todo lo demás estaba cerrado. Incluso las personas.

La masía, la morera y el silencio


Dimos la vuelta por detrás de la iglesia, buscando la masía de los Costa.

Todo seguía casi igual: la curva, el sendero, la gran morera, el pozo.

Lo único ausente eran las vacas, la leche fresca y las voces.


Cuando nos marchábamos, un hombre nos abordó con gesto hostil:

—"¿Qué hacéis aquí?"

Mi hermano respondió con calma:

—"Estamos recordando. Hace 55 años vivimos aquí. Éramos amigos de los Costa."


No dije nada. No me pareció necesario.

Pero dentro sentí la punzada del desprecio.

Una sola sonrisa


Así fue.

La única palabra amable, la única mirada cálida, me la regaló un joven camarero marroquí.

Fue suficiente para cerrar el día con algo de ternura.


Porque a veces basta una sonrisa para recordarte que aún hay luz.