Antes de Halloween, hubo candiles
Noche de Ánimas, Finaos, Catrinas y Mariposas: el fuego que cruzó el océano
No todas las luces que brillan en la noche de los difuntos vienen del mismo fuego,
pero todas arden por lo mismo: por no olvidar.
En mi infancia, en Huesa, la víspera de Todos los Santos olía a horno y a aceite.
Mi madre encendía los candiles y los dejaba arder toda la noche, no para iluminar,
sino para guiar. "Así sabrán que aquí siguen teniendo sitio", decía.
Sobre la mesa, membrillos dorados y palos santos madurados en paja:
el fruto y la memoria, madurando juntos, en silencio.
A veces, mientras el humo del candil subía despacio, se escuchaban los perros ladrar en la calle
y algún toque de campana perdido entre las casas.
En aquellos pueblos, la muerte no daba miedo: se respetaba y se compartía.
Años más tarde, en Canarias, descubrí que esa misma noche tenía otro nombre:
Noche de Finaos.
Allí el fuego era comunitario: castañas, ropavieja, vino nuevo, mistela y risas que mezclaban
recuerdo y gratitud. Los difuntos se nombraban en voz baja,
como quien pasa lista al amor.
Y más allá del mar, en México, ese fuego se convierte en un estallido de color.
El Día de Muertos no teme al duelo: lo viste de flores, música y pan.
Las Catrinas —esas damas de hueso y elegancia— nos recuerdan que la muerte también puede tener rostro de belleza.
El mariachi pone voz al alma, la gastronomía alimenta la memoria,
y la mariposa monarca viaja miles de kilómetros cada otoño,
como si llevara consigo a las almas que regresan.
Son tradiciones distintas, pero unidas por la misma raíz:
el respeto a los que ya no están y la ternura hacia lo que permanece.
Ese patrimonio cruzado —de los candiles andaluces a los altares mexicanos—
nos enseña que recordar es un acto universal,
que cada cultura inventó su manera de sostener el hilo entre la vida y la muerte.
Por eso me inquieta ver cómo el ruido del Halloween global lo cubre todo:
los escaparates, las escuelas, las redes, las calles.
Y pienso que el problema no es disfrazarse, sino olvidar de qué estamos hablando.
Porque las calabazas alumbran, sí,
pero sin raíz no hay fuego que dure.
Cada pueblo tiene su manera de encender la memoria.
Unos lo hacen con flores, otros con pan o con música.
Lo importante es que haya fuego —aunque sea una vela—
y que en torno a él haya verdad.
Cuando contemplo un altar mexicano, con su cempasúchil encendido y su pan de muerto,
siento que no está tan lejos de mi madre encendiendo el candil.
Ambas encendían el mismo mensaje:
"Venid, aquí seguimos. La casa no se ha olvidado de vosotros."
Y cada vez que veo una mariposa monarca, pienso en ese milagro compartido:
la vida que migra, la memoria que regresa,
la belleza que no se rinde al olvido.
Porque al final, tanto en México como en Canarias, o en mi pequeño pueblo de Jaén,
la lección es la misma:
"Mientras alguien encienda una llama, los nuestros seguirán volviendo a casa."
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👉 Memoria y Raíces
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