El hilo Invisible - Tubo de escape

05.10.2025

Nota del autor:

Este texto nace de una memoria entretejida con realidad y ficción.

Algunos nombres y lugares han sido modificados para preservar la intimidad de las personas que formaron parte de mi vida.

No busco juzgar ni reabrir heridas, sino comprender las mías y dar sentido a lo vivido.


Ayer por la noche, hablando con Zara, me contó que había tenido un accidente en Caripito.

Una ciudad ruidosa, con tráfico denso y gasolina cada vez más cara.

Por eso usaba la moto para ir a trabajar, hasta que el tubo de escape le rozó la pierna.

Una quemadura de segundo grado, profunda.

Me dijo que dolía mucho.

Yo le respondí:

—Tengo que contarte una historia sobre una quemadura y un tubo de escape que cambió mi vida.

Pero creo que no me escuchó del todo.

Estaba más volcada en su dolor.

Yo, en cambio, me quedé atrapado en el mío.

Mientras ella hablaba, mi mente voló lejos, hasta Marrakech.

Aquel zoco infinito donde las motos pasan rozando a la gente,

donde el aire huele a gasolina, a especias y a cuero.

Allí todo se mezcla: el ruido, el polvo, la vida.

Cada calle es una batalla y un espectáculo.

Recuerdo los ojos curtidos de los vendedores, sus manos firmes, sus sonrisas rápidas.

Te miran, te miden, saben qué cara poner, qué decir, qué ofrecer, cuánto resistir.

Y pensé:

en el fondo, todos vendemos algo para sobrevivir.

A veces hasta el alma.

Pero lo que realmente quería contar —y no dije— no estaba en Marrakech.

Estaba mucho más atrás, en otro tipo de caos:

uno más íntimo, más silencioso.

Una historia que aún me arde cuando siento el olor del aceite quemado.

La quemadura que marcó un antes y un después

Corría el curso 1989/1990.

Por mis 33 años me habían regalado una moto: una Yamaha RS250 negra, preciosa, veloz,

con un rugido que aún puedo oír si cierro los ojos.

Era un día de primavera.

El cielo tenía ese tono amarillento que anuncia el calor, pero todavía no quema.

Gerard salió del colegio y me pidió que lo llevara a dar una vuelta.

Nos fuimos a recorrer Vilablareix.

Recuerdo su risa, su emoción, su forma de agarrarse a mí.

Al bajar de la moto, pasó lo impensable:

su pierna derecha rozó el tubo de escape.

La quemadura fue profunda.

El dolor, insoportable.

Y en mí, algo también se quemó para siempre.

Aquel maldito tubo de escape fue más que un accidente.

Fue una grieta.

Una herida que sacó a flote las miserias dormidas, las culpas, el cansancio, los silencios.

Y, sin saberlo, cambió el rumbo de nuestras vidas.

La herida invisible

La Yamaha fue un regalo de Luna.

No recuerdo si fue a los 30 o a los 33,

pero aquel gesto tenía un significado profundo:

una mezcla de amor, orgullo y libertad compartida.

Después del accidente de Joan,

intentamos compensar su disgusto llevándolo a un parque acuático,

el Water World de Lloret de Mar.

Fuimos los tres: Luna, Joan y yo.

Era un día luminoso, lleno de risas y agua.

Hasta que todo se torció.

Joan bajó primero por el tobogán.

Luego Luna.

Y detrás, yo.

Ella se quedó atascada justo antes de caer al agua.

No pude frenar.

Sentí el golpe en los pies y el miedo en el pecho.

El impacto fue tan violento que creí que no volvería a caminar.

Por suerte, no fue así.

Pero aquel día algo se rompió entre nosotros.

Durante meses, su vida giró en torno a la recuperación:

médicos, fisioterapia, paciencia.

Y fue allí, en las salas blancas y las manos que la cuidaban,

donde encontró lo que yo no supe darle: atención, ternura, escucha.

Su mundo empezó a alejarse del mío sin que yo lo entendiera.

Fue Lourdes quien me abrió los ojos.

Con su franqueza me dijo lo que nadie se atrevía:

que Luna había encontrado en otra persona lo que yo había dejado de ofrecerle.

Me dolió, claro.

Pero era verdad.

Aquel diciembre, un 22, mientras estábamos en el coche,

en el aparcamiento de un supermercado,

Luna lo dijo todo de una vez:

que solo pensaba en el trabajo,

que nunca estaba,

que no acompañaba a los niños al médico,

que ni siquiera sabía qué regalos querían.

Me lo soltó sin rabia, con una serenidad devastadora.

Y allí entendí que el amor también se apaga con el silencio.

El hilo invisible

A veces pienso que todo comenzó con aquel tubo de escape.

Un simple roce que encendió muchas cosas a la vez:

el miedo, la culpa, el adiós.

Hoy Caripito, Marrakech, Vilablareix, Girona…

Cuatro heridas distintas, un mismo fuego.

Y cuando oigo arrancar una moto,

aún siento el olor de la gasolina mezclada con aceite.

Y me vuelve todo:

la risa de Joan,

el cuerpo de luna en el agua,

el zoco ardiente de Marrakech,

la voz de Zara contándome su quemadura.

Entonces entiendo que hay heridas que no se ven,

pero siguen ardiendo.

Que hay tubos de escape que no solo expulsan humo:

expulsan parte de lo que fuimos.

Y que, al final, ese olor que no se va

es el hilo invisible que une nuestras vidas,

aunque nadie lo vea.

O tal vez sí… pero solo cuando duele.

José Moreno Robledillo

5 de octubre de 2025


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