El viento que me dejó marcado
Lo que pudo haber sido
Nota del autor
Este texto nace de una memoria entretejida con realidad y ficción.
Algunos nombres y lugares han sido modificados para preservar la intimidad de quienes formaron parte de mi vida.
No busco juzgar ni reabrir heridas, sino comprender las mías y dar sentido a lo vivido.
Volví a Calella.
El mar calla, pero sabe.
Y las rocas… a veces miran de reojo.
Fue en uno de esos días grises en los que las ideas se agotan y el ánimo se encoge.
En la empresa todo me sonaba rutinario.
No me sentía querido ni reconocido.
Mi vida era correr, avanzar, huir hacia delante… pero sin rumbo.
Hasta que apareció Aránzazu.
Tenía algo que yo había perdido: libertad, frescura, aire.
Ella y su pareja, Joseba —funcionario de correos—, se habían trasladado desde el País Vasco.
La contratamos para la oficina como gestora de clientes, y desde el primer día trajo una luz distinta.
Esa forma de hablar, de reír, de no pedir permiso para ser.
Un día quiso que la acompañara a visitar clientes. Íbamos hacia La Bisbal.
A la altura de Bordils me pidió parar: se le había hecho una carrera en la media al subir al coche.
Entró en una pequeña tienda.
Cuando volvió, traía en los labios una sonrisa que encendía la tarde.
Se inclinó, me miró y, con voz suave y mirada de travesura, me dijo sin rodeos:
—No llevaba bragas. Nunca las llevo.
No hizo falta más.
Esa frase —dicha sin prisa, sin pudor, sin esperar respuesta— me desarmó.
Todo lo demás fue un lenguaje sin palabras: el temblor, los ojos, la risa.
Nos besamos con intensidad. Era invierno.
Decidimos ir a Calella.
En el coche, ella sacaba la cabeza por la ventanilla, riendo, dejando que el viento le despeinara el alma.
Decía que amaba sentir el aire en la cara.
Me cogía la mano, la guiaba, jugaba con mi deseo.
Y en ese instante lo supe: no era solo deseo.
Era vida. Era aire entrando en mis pulmones después de años de contención.
En la playa, el frío nos besaba las mejillas,
pero su boca era cálida, su risa salada, su mirada un mar que no pedía orillas.
Nos besamos sin reloj, sin culpa, sin pensar.
Y aquel beso, más que un gesto, fue una puerta.
Ayer volví a Calella.
La busqué, sin buscarla.
Pero no estaba.
Ni su risa. Ni su boca. Ni sus palabras.
Solo quedaban las rocas.
La misma arena.
El mismo viento.
Y un José distinto… pero aún marcado por aquella brisa.
Desde aquel día hubo más escapadas,
más ganas de sentir el viento acariciando la piel.
Desde aquel día, el aire se convirtió en mi fuente de vida.
Porque a veces la vida es eso:
un instante que te desnuda sin tocarte,
y te deja marcado para siempre.
Lo que pudo haber sido.
José Moreno RobledillloJulio 2025
"Hay vientos que no despeinan: te revelan."
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