¿En qué momento dejamos de exigir lo que nuestros padres se dejaron la vida para que tuviéramos?

13.11.2025

Estos días he visto algo que, más que sorprenderme, me ha preocupado.
En un pequeño pueblo de Jaén, el alcalde ha repartido calendarios de Franco como si fuera un detalle simpático de Navidad.
Pero lo inquietante no es solo el gesto, sino la respuesta de la gente:
personas de Navarra, Asturias, Canarias, Alicante pidiendo su calendario por correo;
otros aplaudiendo,
otros insultando,
otros convirtiendo la dictadura en un souvenir.

Mientras leía los comentarios pensé en mi pueblo, en mi infancia y en lo que hemos callado durante demasiado tiempo.
Porque un calendario no provoca esto.
Esto solo pasa cuando la memoria se abandona.
Cuando los pueblos pierden voz, cuando los silencios se hacen costumbre.
Cuando dejamos que otros nos cuenten lo que vivimos nosotros.

Y aquí aparece la pregunta que me duele desde hace tiempo:
¿En qué momento dejamos de exigir lo que nuestros padres se dejaron la vida para que tuviéramos?

Nuestros padres, los que se quedaron y los que emigraron, dieron lo mejor de sí.
Los jornaleros que doblaban el lomo en la aceituna.
Las mujeres que hacían milagros con harina, esparto y paciencia.
Los que se fueron a Cataluña, Alemania, Suiza o Francia buscando un pan más ancho para sus hijos.

Esa generación no tuvo lujos, pero tuvo dignidad.
Y nos la regalaron.
Nos dieron estudios, futuro y posibilidades que ellos no tuvieron.

Pero mientras construíamos ese futuro, nuestros pueblos se fueron vaciando.
Cuanto más estudiaban los hijos, más lejos se iban.
Las casas se quedaron frías, las calles silenciosas, los comercios cerrados.
Y la tierra, como las ramas viejas de los olivos, empezó a agrietarse cuando ya no había manos que la cuidaran.

Hoy Huesa vuelve a estar a la cola de España en renta per cápita.
Ha perdido casi la mitad de su población.
¿Cómo es posible?

Tal vez porque callamos demasiado.
No exigimos inversiones.
No defendimos nuestras escuelas, nuestros consultorios, nuestros caminos.
Pensamos que los pueblos se sostendrían solos, como siempre habían hecho.
Y no fue así.

Mientras tanto, otros ocuparon el espacio del relato.
Otros vendieron nostalgia de un pasado que nunca vivieron.
Y ahora nos dicen que antes se vivía mejor.
Que con "aquel señor" había orden, vivienda, agua y comida para todos.
Qué fácil es prometer desde el presente lo que nunca existió.

Yo he sido emigrante tres veces:
cuando dejé Huesa siendo un niño,
cuando trabajé en Suiza,
y cuando reconstruí mi vida en Canarias.
Sé lo que cuesta empezar de cero.
Sé qué significa ganarse la vida lejos de casa.

Y quizá todo esto tenga que ver con algo que nos pasa a muchos de los que pensamos en voz baja.
No somos partidistas, no vivimos pegados a una bandera, ni necesitamos gritar en una plaza para sentirnos ciudadanos.
Pero creemos en la democracia porque sabemos que es un derecho que costó lo suyo.
Y a veces, por respeto o por cansancio, confundimos discreción con silencio.

Ese silencio ha dejado un hueco.
Y ese hueco lo han ocupado los extremos, los que viven del ruido, los que necesitan una épica prestada para llenar su vacío.
Así se reconstruye un pasado falso: con una mano de pintura, un poco de marketing y unas cuantas margaritas de colores que convierten la miseria en nostalgia.

Por eso la gente de voz baja no puede seguir dejándose ir.
La memoria es frágil, muy frágil, y cuando no la cuidamos, otros la moldean a su manera.
Si nos retiramos por pudor, si dejamos que los que más gritan cuenten la historia, al final parecerá que la dictadura fue orden, que la pobreza fue virtud y que nuestros padres vivieron mejor de lo que vivieron.
Y no es verdad.

La democracia también se defiende en voz baja, pero nunca en silencio.

Por eso vuelvo a mi pregunta. La repito porque es más necesaria que nunca:
¿En qué momento dejamos de exigir lo que nuestros padres se dejaron la vida para que tuviéramos?

Quizá no importe el día exacto.
Quizá la pregunta sea un aviso.
Un recordatorio de que lo que no se defiende, se pierde.
Y que la memoria, si no se cuenta, otros la venden en forma de calendario.


José Moreno

Noviembre 2025